Si al doblar el último recodo del callejón que lo conducía a su cuarto no hubiera tropezado con un perro muerto, negro, pequeño, cubierto con un nylon sucio del que sobresalían las patas traseras y el hocico, y si las moscas, al espantarse del cuerpo yacente, no hubieran producido un gemido nítido, parecido a un suspiro, ese jueves habría sido uno de los días más gloriosos y rotundos en la vida del mayor Constantino Belmonte…