La legibilidad de Pirotecnia será siempre póstuma. Esto quiere decir que si su acto es «consumado», como lo expresa al final, no lo es porque consuma, sino más bien porque pone a circular aquello que no queda del todo «consumado». Es la interpretación crítica que ofrecía Lacan del capitalismo. Lo insostenible de la deriva de la lengua en su traductibilidad infinita, y de sus objetos, que a la larga no consuman nada, a no ser la muerte misma. Hilda Mundy fue muy sensible a esta maquinaria siempre destinada a reventar. Su futurismo era invertido, por esto mismo. Frente a la proliferación de artefactos y mecanismos, ofrece una mudanza oblicua y destructiva. Pero una mudanza al fin, que estalla en el acto «quijotesco» y «consumado» de escribir un libro.
En la otra orilla, en el inicio, Pirotecnia se presenta como una volatilización del precinto y de las cosas precintadas: un atentado a la lógica, un no-lugar, un absurdo. Frente a la seducción que impone la instrumentalización del mundo moderno, la aparición de este libro trae consigo una gramática de lógicas contradictorias, un entramado infernal de equívocos irónicamente articulados. Recordemos que la génesis de los textos de Pirotecnia no es ajena a las coerciones de un periodismo autómata y transliterado en la idiotización de la esfera pública. Por esto mismo, el gesto transgresor de cada una de sus líneas tiene la virtud de estallar dentro de la lógica que lo contiene: «El precinto es el broche hermético de todos los depósitos que pueden ser abiertos» (XIX). La lucidez que trae esta línea da por sentado que es en ese arsenal de palabras donde se fragua la violación a la «seguridad» y a lo «intocable». Resulta además evidente que esta acción desbarata a cualquier hijo de «inventarista». Abrir un depósito de precintos es desmontar el archivo de una urbe. La patente, cualquier patente, como sugiere Hilda Mundy, fulgura no ya en la seca tierra firme donde todo se atora, sino en lo flotante y fragmentario de una superficie mayúscula en la cual las palabras, bien agitadas antes de usar, están destinadas a reventar.
Al centro, en lo vertebrado de un capítulo siempre anterior, el fantasma de la übersetzen es el que habla. Adoquines, maquinarias, cubiletes son aquí al mismo tiempo versionables e irrepetibles. Por un lado, representan desvíos analógicos fuera del engranaje de la circulación, pero por el otro, abren un límite, un corto circuito, un vacío. Su ultraísmo, entonces, también era invertido. Los objetos urbanos no son soportes de un precinto predecible o de cacería metafórica, sino sufijos de un movimiento abigarrado y vertiginosamente desmontable. Hilda Mundy hace de esa levedad un dispositivo de operación funcional, y lo que es más interesante todavía, lo hace a la manera de un traductor «galvanizado», es decir, desde una techné que a plan de ignis fatuus inflama y desvanece todas las «cosas de fondo» que cruzan por su camino. Tal la propiedad fatua de esta pirotecnia verbal.
Hilda Mundy llega a La Paz a mediados de 1936. La referencia más cercana se encuentra en una entrevista que se publica en el periódico El Diario el jueves 6 de agosto de ese mismo año. Es necesario recordar que Hilda Mundy llegaba desterrada de otra ciudad, la indómita Oruro, en la cual desde muy joven ejercía una escritura explosiva que sufrió amenazas policiales y militares del gobierno de Tejada Sorzano. A raíz de estos sucedidos su padre, Emilio Villanueva Peñaranda, logró instalarla en el tercer piso de la Casa Goitia, la casa entreverada de su amigo Juan Francisco Bedregal. En la entrevista, el reportero (anónimo y predecible) le pregunta qué piensa hacer en La Paz. Ella, incólume, responde: «Escribir algo… por ejemplo un libro… un libro que por lo primerizo sea difícil… polipétalo… diverso… donde mi modo de pensar reviente en sugerencias madrepórcias… ¿Qué le parece?». Desde la interpelación final al periodista, pasando por las «imágenes polipétalas» que inventó Guillermo de Torre en 1921 en la revista Ultra, hasta el notable neologismo que condensa a Porcia (la astuta protagonista de El mercader de Venecia que se disfraza de abogado) con las madréporas y la provocatio ad populum…, esta réplica de Mundy «revienta» en varios sentidos. ¿Cómo calibrar, por ejemplo, la noción de «libro difícil»?
La Casa Goitia se transforma en un nueva maquinaria de retaguardia activa, pues en este recinto, en ese «reino obscuro», transita ahora el deseo de un libro. En la única fotografía que queda de Mundy en esa casa, se la ve de día, sonriente y apretando el gatillo de un bolígrafo (BB 103). Reino obscuro, recinto luminoso. Mundy sobrevive gracias a los desvíos en los que preserva su deseo. Recién llegada, desde una habitación del tercer piso, se la ve también observando el mundo de reojo, mientras las cosas se desmoronan y el centro no puede sostenerse, como diría Yeats. Mundy reconoce poco antes de morir, en 1978, que La Paz fue «una verdadera escuela de aprendizaje directo», pero algo más, 1936 y 1937 ya constituían para ella un «estado post-operatorio de la guerra del Chaco» en el cual «algo», algo «difícil», iría a suceder.
Poner a circular ese deseo a través del acceso a la reproductibilidad que implica la publicación de un libro no es poca cosa. Primero, se podría leer este impulso como un gesto «feminista», pero según la apuesta de Virginia Ayllón, quien caracterizó el «feminismo» de Mundy como un contradiscurso del contradiscurso de las lides emancipatorias feministas institucionalizadas. Es decir, un feminismo antifeminista, y lo es. No bien llega a La Paz, se lee en la misma entrevista, lo primero que hace es juntarse con las «inteligentísimas y selectas» señoras del Ateneo Femenino. Luego, se sabe, este discurso quedará desmontado y reventado en su libro. El feminismo estructural de Hilda Mundy fue una lucha por insertar en lo político el deseo, y junto a él, un síntoma «madrepórcico», para glosar su palabra, que opera en la maquinaria institucional capitalista desde una lógica de la inconsistencia y el no-todo. Segundo, si la Casa Goitia fue para Mundy un cuarto propio, lo fue por la condición abigarrada que implicaba habitarla e imaginarla como una vieja maquinaria de imprenta. El impacto de las nuevas tecnologías y su condición de ejercer la multiplicación «infinita» coloca a Mundy en un punto de inmanencia, un punto bruno y «polipétalo», desde el cual (d)escribe el espectro de los objetos como una multiplicación del desencanto. Edda y Roland, amándose, en medio de la «magnificencia otoñiza de la tarde», y de pronto, ella «ensaya a cantar el devenir» y «el encanto se ha roto [the charm is broken]» (infra. 141).
Un (en)canto roto del devenir fue el que también escuchó el Quijote cuando descubrió una imprenta en la avanzada Barcelona. El crujido de sus maquinarias estaba precisamente imprimiendo su libro, o mejor, los libros encantados a partir de los cuales su frágil cuerpo manuscrito se transformará en miles de cuerpos, en miles de libros multiplicados. La muerte del Quijote es la herida desangrada de esta certeza, pues uno se pregunta, qué podría ser más abismal para él: si encarar su alma de papel junto al alma de todo lo representado y descubrir que sólo se es un personaje o advertir que esa cuna de fierro que es la imprenta, no es más que el vivero de una nueva y oscura orden de caballeros andantes, no solo reduplicados, sino burocratizados y mercantilizados.
«El quijotismo de escribir un libro», entonces, no se consuma tan bien que se consume, sino que vive allí «consumando» para hacernos reventar. La escritura de Pirotecnia no es una elaboración melancólica de lo perdido, tampoco una fascinación por lo nuevo, es la persistencia de una consumación en gerundio, que pone a funcionar los excedentes que habitan los cuerpos (obesos, asténicos, desamorados, tiranos) y los bizarros objetos allí adheridos (un teléfono, un automóvil, un pan). Pirotecnia es el «reducto» insospechado de este tipo de «cosas» y de los montajes que estas «cosas» ejercen con otras, esto es, un libro de excedentes que no se orienta a las afinidades comunes del sentido, sino al desparpajo de quedar suspendido en «la cola-intención de una frase…» (infra 25).
Arturo Borda trajo el ansia de escribir un libro «infinito y eterno». Hilda Mundy puso a circular la insistencia de un deseo, el deseo de «escribir algo…», por ejemplo (dixit), un libro «primerizo y difícil». La tensión es central. Un libro infinito y eterno no es lo mismo que un libro primerizo y difícil. Podría abrirse un altiplano entre ambas formulaciones anudadas por un afecto insondable. Un libro «difícil», en este caso, sugiere la posibilidad de una lengua que a pesar de salir de la imprenta se instituye sin «lugar ni filiación en el campo bibliográfico» (infra. 19). Un libro eterno, al contrario, es el que se pierde sin imprenta y a pesar de ello se lo añora y también se lo repite, hasta el anquilosamiento de un duelo que no se consume.
Sin embargo, Pirotecnia no escapa del todo al memorial de los objetos de consumo (el libro en menos de un año ya se comentaba y reseñaba en Antofagasta, Buenos Aires, París, Miami, Oklahoma, La Paz y, por supuesto, en Oruro), pero no escapa porque al menos hay un intento por insertar una acción diferida en lo político. Me atrevería a decir que esta acción traduce también un impulso que no disgrega su particularidad en el todo de la colectividad, sino que transforma ese todo en la imagen, hubiera dicho Zavaleta, de una «visión sin ilusiones de uno mismo». En los textos de Mundy, sobre todo en aquellos que ejercen la guerra de la traducción de una guerra colectiva y personal, no hallamos un intento por lograr una autodeterminación de masa, para de esta manera llegar a una autodeterminación individual. El gesto es inverso. Ir desapareciendo al interior de la propia búsqueda, en favor de la muerte que va tomando cuerpo en todo. Germinar un gesto único, rotundo y difícil, sin ilusiones, ni siquiera de uno mismo, y este gesto devolverlo al mundo, irreversible, demoledor; una pirotecnia que perfora la conciencia de masa y la diversifica.