«La génesis de cualquier obra duradera es muy dolorosa y llena de espanto», escribe Jesús Urzagasti en uno de los fragmentos de este libro. El Llamo blanco es la instancia primigenia donde se produce esta génesis, pero también es la lucha en el «tranco previo» de su redacción, «lleno de periodos amorfos y tenebrosos», donde paradójicamente la obra acecha siempre como posibilidad, como una ética de la posibilidad. En ese punto se origina el camino milagroso hacia la fundación de un mundo ante los ojos, en lo diáfano de ciertas vislumbres que acompañan la experiencia de un ir por el sendero de las imágenes y el «golpeteo» de las palabras; el paisaje natal, el oculto mecanismo del Dios-Diablo, el habla de la dicha campesina, la residencia de la soledad, la escritura, todo ello aventurado en los quehaceres de un país «sumamente extraño» como Bolivia. A esa experiencia nos conducen estos fragmentos estelares mágicamente tamizados por Sulma Montero.
Jesús Urzagasti escribió El Llamo blanco entre 1960 y 1978, en la máquina Olympia Splendid donde también se fraguó Tirinea en 1969 (o desde un día de febrero de 1967). Las hojas mecanografiadas las empastó en la imprenta del periódico Presencia en cuatro volúmenes conservados hasta su muerte. Fiel al vaticinio de tres sueños premonitorios e irreversibles, antes de morir traslada a Sulma Montero el presagio de sacrificar esta obra «para acabar con el espanto». El Llamo blanco, impreso ahora, consuma el acto sembrador de un duelo que se abre al lector en esta imagen sola del mundo, que es la Obra.